Si hay algo que me produce un escalofrió de placer desde que era
un chaval es un papel en blanco.
Me gusta la página derecha de los cuadernos. Virgen, sólida.
Incólume.
Cuando, en el colegio había que volver la página, para escribir
por detrás, la sensación era desalentadora. Esa página, traslucía los garabatos
inversos que a la vuelta, ya no parecían tan atrayentes, y más bien se
convertían en sucios renglones que estropeaban el manto blanco del papel sin
contar.
Ahora, ya mayorcito, -por no decirme a mí mismo algo más hiriente- me sigue encantando ese papel en blanco. Un montón de diez o veinte folios.
Ordenados. Esperando que yo, con un delicioso bolígrafo deslice mi mano sobre
él para quitarle un polvo inexistente y lo mancille con ideas, dibujos, notas,
proyectos.
La calle, la carretera, el camino, ahora, son un papel en blanco,
y si me apuras la vida también lo es. De alguna manera, cuando me calzo las
zapas, está por escribir, por correr, por sudar, por contar. Cada día
diferente. Siempre blanco, sí. Siempre igual, si. Pero nuevo, siempre esperando
ser la pagina derecha de un cuaderno infantil.
Ahora, tras la fascitis,(o aún en medio de ella, todavía no lo
sé), tras el parón que la vida te va obligando a dar, veo la calle y miro
adelante, y la perra corredora a mi lado, casi desfilando, y una larga recta
ante mí. Ya no me importa cuantos kilómetros tenga. Ahora sé que puedo
recorrerla.
Hoy, le daré la vuelta a la hoja y volveré a estrenar una hoja
derecha. Hoy saldré a correr.
PD: Viene a cuento todo esto por aquello de que estoy inscrito en
el maratón pero sé que no puedo correrlo. El maratón de Madrid, este año, tiene
una versión de 10 km que, sé que puedo asumir con tranquilidad, con calma. Pero
cierro los ojos y visualizo ese momento en el que un tropel de corredores, tras
pasar el arco de los 10 km continua corriendo. Y yo tendría que parar,
queriendo seguir. Y no sé si debo empezarlos.